Imagen tomada de Google |
Sabía que existía ese tipo de mujeres, lo había
escuchado en historias que contaban mis amigas, de amigas de sus amigas. Pero
nunca me había sentido identificada con ellas. Cuando conocía a alguna que
aparentaba ser de ese tipo, me limitaba a saludarla, si es que las
circunstancias lo ameritaban, por ejemplo, si alguien me la presentaba, pero no
intentaba mantener ninguna conversación con ella. Si alguna de ellas me
hablaba, por supuesto yo respondía, pero la charla moría allí, porque no tenía
el más mínimo interés en forjar una amistad con una mujer tan distinta de mí.
Era común encontrarse con una mujer así en la sala
de espera del doctor, en las filas del supermercado, en la parada del colectivo
o en la cola del banco. Andaban siempre un poco desalineadas, sin maquillaje,
con el pelo recogido sin mayor detalle, con bolsas de compras y algún niño a
cuestas. Y siempre pretendían iniciar un diálogo sobre el clima o los precios,
con una sonrisa calma, como si no les molestara que el niño que llevaban
consigo se pare sobre sus piernas, ensuciando y arrugando su ropa, o estire su
brazo y llore por una golosina mientras ella hablaba.
Nunca me pregunté en donde se formaba ese tipo de
mujeres. Yo, en la universidad no encontré a ninguna de esas características,
por lo que asumí que ese tipo de mujeres no se formaba en ningún lado, sino que
nacía así. O, a lo sumo, que era su propia madre quien las preparaba para
convertirse en ese tipo de mujer.
Y no es que haya despreciado al tipo del que hablo,
simplemente las veía tan distintas de mí y de mi entorno, que no veía el
propósito de relacionarme con ellas.
Asumí, simplemente, que una mujer de esa clase
crecía con el sueño de convertirse en madre, que su mayor ambición en la vida
era casarse y ser la esposa, ocuparse
de la casa, lavar, planchar, hacer las compras, cocinar…
Esas cosas no son para mí. Yo estudié para ser alguien, para tener un título y ganar mi propia plata. A mí me
gusta andar en tacos y trabajar, hablar de cosas importantes, ser respetada. Y
a la noche, aunque esté cansada después de tanto ir y venir, me calzo las
zapatillas y voy al gimnasio. Porque la apariencia importa, digan lo que digan.
Además un rato de gimnasio te saca el estrés del día y te deja volver a la casa
tranquila, relajada.
Me acuerdo de todos estos pensamientos mientras voy
caminando por la calle. Como una sombra que me sigue, percibo por momentos la
imagen de una mujer de ese tipo que camina a mi lado, a un par de metros. La
miro de reojo y fácilmente puedo notar sus kilos de más. Vuelvo a mirarla
disimuladamente y me doy cuenta que carga un niño… y bolsas de compras, y un
juguete, y una mochila de Mickey en vez de bolso de mujer. Va en zapatillas,
aunque es obvio que no va al gimnasio. Y su cabello está levantado en una cola
de caballo, no muy arreglada. Se la ve calma y casi sonriente. Ahora me atrevo
a mirar abiertamente mi reflejo en los vidrios de los negocios. Sí, me veo
sonriente. Vuelvo mi mirada hacia mi niño y comprendo por qué. Y comprendo, por
fin, dónde es que se forma este tipo de mujeres.
©Mónica M. Kofler Escañuela
Este relato obtuvo el 3er premio en el Certamen Jóvenes Escritores Argentinos 2015 organizado por la Editorial Mis Escritos.
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