lunes, 14 de noviembre de 2016

Reflejo de ayer


Casi puedo verte parada allí, a punto de descender de ese gran barco, después de casi un mes sin tocar tierra firme. Es extraño verte así, a través del tiempo. Siempre creí que el único tiempo y el único espacio posibles eran estos que me tocan vivir hoy a mí, el presente, mi propia época, mis propias circunstancias. Como si todo tiempo pasado fuera insignificante, como si el sentir de quienes ya no están nunca hubiese existido, como si no hubiesen sido reales por pertenecer al pasado. Será esa indiferencia, esa ignorancia quizás uno de los privilegios de la juventud, de la inmadurez, del ego exaltado. Sin embargo hoy casi puedo verte y eso me hace pensar que mi juventud me ha abandonado. Estar parada en la mitad de la propia vida te da, inevitablemente, otra perspectiva, te achica el punto de fuga y te amplia el horizonte. De algún modo se vuelven visibles otros sitios, otros tiempos. Pasado, presente y futuro son ahora continuos, dejan de ser un cumulo de fotos viejas de años muertos o esperanzas utópicas sobre lo desconocido.
Y es así que hoy, irremediablemente, casi puedo verte, así de simple, como si te tuviera al frente, como si fuera yo uno de los miles que descendieron de ese barco. Como si se tratara de un cuadro expuesto ante mis ojos, o, más que un cuadro, una película que pasa en cámara lenta, te veo dudando, temiendo, temblando. Te veo con los ojos aguados y mordidos para no llorar. Te veo andrajosa, intentando disimular las arrugas del vestido y los eternos días sin poder sentir el agua sobre tu cuerpo. Las uñas astilladas por la espera. Las hilachas de tu pelo cayendo sobre tu frente y tus dedos intentando volverlas a su lugar. El anillo de tu madre cayendo por tu dedo huesudo por tanto viaje y tanta hambre. El baúl viejo con lo poco que pudiste traer y que ahora es todo lo que tienes. La carta estrujada, manchada de tanto leerla… si quizás serán las últimas palabras que lleguen a vos de tus padres. Y su mirada al decir adiós, esa mirada que ahora cargas como una sombra en tu propia mirada. La autorización en medio de tus ropas, de puño y letra de tu padre, para casarte con Juan…. ¿Dónde estará Juan? ¿Podrás encontrarlo en este tumulto? ¿Habrá conseguido trabajo Juan? ¿Un lugar para vivir?
“Señorita, ¿va a descender?” pregunta un hombre, con una mirada tan triste como la tuya desde atrás de un índice que toca levemente tu hombro. Y, como despertando de un sueño, percibes la ola pausada de gente que aguarda para bajar. Desciendes lento, apretando la manija del baúl con una mano y la barandilla con la otra. El mar que inunda tus ojos vuelve ondulados los escalones. Consigues llegar a tierra firme y al tocar el suelo con tus pies sabes que finalmente España ha quedado atrás, lejos, muy lejos. Todo el universo cabe en el hueco profundo de esta soledad. Estás sola.
Pero la voz de tu tierra se hace carne en el susurro tembloroso que te nombra “Teresa?”. Y entonces te entregas, te duermes, te caes, porque sabes que sus brazos te darán sostén y cobijo, y el océano entero desborda en tus ojos, y tu corazón galopante, y tus manos sudorosas, y el temblor en tus piernas…
Juan te abraza. Él también estaba solo. Pero ya no más, ya no más…
Y hoy yo, cien años después y, sin embargo, casi puedo verte. Es como si te viera parada allí, con una vida atrás y otra por delante. Es como si pudiera reconocerte en esa mirada llena de mar cada vez que me miro en el espejo. 

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