El murmullo constante de la piel era tan persistente que me invitaba en forma inevitable al movimiento, y no pude menos que sucumbir a él. Mi mente no estaba menos activa, desbordaba ideas, palabras, como un panal dentro del cual se agolpan cientos de abejas.
Entonces me dejé llevar... arrojé el libro a un costado, posé suavemente los dedos exaltados sobre el teclado y fui dejando que una palabra llevara a la otra, que en ese vaivén constante de pensamientos y emociones fuera drenando un texto capaz de plasmar el éxtasis de aquel momento.
Con cada palabra escrita el nudo y la opresión de mi pecho se hacía más suave y podía respirar mejor. De vez en cuando se escapaba algún suspiro, y más de una vez el ritmo de la escritura hacía bailar los dedos mientras yo cerraba los ojos y mi cabeza se inclinaba hacia atrás, en una entrega absoluta. Hasta que no pude más, hasta que llegué a lo más alto de la montaña y justo ahí.... puse punto final.
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