domingo, 20 de diciembre de 2015

Alzehimer

Imagen tomada de Google

Cada mañana al despertar miraba su calendario amarillento, mientras calentaba el agua para tomar café. Era ese el modo en que le gustaba empezar el día: calculando cuánto tiempo faltaba para la gran fiesta que significaba para él, el cumpleaños de su esposa. 


Esa mañana, mientras lo hacía, sonrió al comprobar que faltaban solamente unas horas para el momento esperado en que por fin la sorprendería. Tomó su café con más ansiedad que de costumbre, tanto que sintió un leve ardor en la lengua y en la garganta, por haber bebido un gran sorbo sin medir que aún estaba muy caliente. Antes de terminarlo, colocó la taza debajo de la canilla y dejó caer agua en su interior. A un costado quedó su libro... esta mañana no había tiempo para leer.

Arrastró sus pies enfundados en las pantuflas por el pasillo y llegó a su habitación. Se vistió torpemente y salió a la calle, apretando con la mano en el bolsillo el dinero para comprar la torta de cumpleaños. Eligió la más hermosa de la panadería y volvió alegre como un niño en la mañana de Navidad. Colocó la torta sobre la mesa y se sentó en una silla. 

Fue entonces cuando recordó que ella había muerto. 

©Mónica M. Kofler Escañuela

lunes, 7 de diciembre de 2015

Ese Tipo de Mujer

Imagen tomada de Google

Sabía que existía ese tipo de mujeres, lo había escuchado en historias que contaban mis amigas, de amigas de sus amigas. Pero nunca me había sentido identificada con ellas. Cuando conocía a alguna que aparentaba ser de ese tipo, me limitaba a saludarla, si es que las circunstancias lo ameritaban, por ejemplo, si alguien me la presentaba, pero no intentaba mantener ninguna conversación con ella. Si alguna de ellas me hablaba, por supuesto yo respondía, pero la charla moría allí, porque no tenía el más mínimo interés en forjar una amistad con una mujer tan distinta de mí.

Era común encontrarse con una mujer así en la sala de espera del doctor, en las filas del supermercado, en la parada del colectivo o en la cola del banco. Andaban siempre un poco desalineadas, sin maquillaje, con el pelo recogido sin mayor detalle, con bolsas de compras y algún niño a cuestas. Y siempre pretendían iniciar un diálogo sobre el clima o los precios, con una sonrisa calma, como si no les molestara que el niño que llevaban consigo se pare sobre sus piernas, ensuciando y arrugando su ropa, o estire su brazo y llore por una golosina mientras ella hablaba.

Nunca me pregunté en donde se formaba ese tipo de mujeres. Yo, en la universidad no encontré a ninguna de esas características, por lo que asumí que ese tipo de mujeres no se formaba en ningún lado, sino que nacía así. O, a lo sumo, que era su propia madre quien las preparaba para convertirse en ese tipo de mujer.

Y no es que haya despreciado al tipo del que hablo, simplemente las veía tan distintas de mí y de mi entorno, que no veía el propósito de relacionarme con ellas.

Asumí, simplemente, que una mujer de esa clase crecía con el sueño de convertirse en madre, que su mayor ambición en la vida era casarse y ser la esposa, ocuparse de la casa, lavar, planchar, hacer las compras, cocinar…

Esas cosas no son para mí.  Yo estudié para ser alguien, para tener un título y ganar mi propia plata. A mí me gusta andar en tacos y trabajar, hablar de cosas importantes, ser respetada. Y a la noche, aunque esté cansada después de tanto ir y venir, me calzo las zapatillas y voy al gimnasio. Porque la apariencia importa, digan lo que digan. Además un rato de gimnasio te saca el estrés del día y te deja volver a la casa tranquila, relajada. 


Me acuerdo de todos estos pensamientos mientras voy caminando por la calle. Como una sombra que me sigue, percibo por momentos la imagen de una mujer de ese tipo que camina a mi lado, a un par de metros. La miro de reojo y fácilmente puedo notar sus kilos de más. Vuelvo a mirarla disimuladamente y me doy cuenta que carga un niño… y bolsas de compras, y un juguete, y una mochila de Mickey en vez de bolso de mujer. Va en zapatillas, aunque es obvio que no va al gimnasio. Y su cabello está levantado en una cola de caballo, no muy arreglada. Se la ve calma y casi sonriente. Ahora me atrevo a mirar abiertamente mi reflejo en los vidrios de los negocios. Sí, me veo sonriente. Vuelvo mi mirada hacia mi niño y comprendo por qué. Y comprendo, por fin, dónde es que se forma este tipo de mujeres. 

©Mónica M. Kofler Escañuela

Este relato obtuvo el 3er premio en el Certamen Jóvenes Escritores Argentinos 2015 organizado por la Editorial Mis Escritos. 

domingo, 6 de diciembre de 2015

La Manga de la Camisa

Imagen tomada de Google

Dicen los grandes que los chicos no tenemos problemas. Yo no estoy de acuerdo. Quienes dicen eso no deben acordarse lo feo que se siente cuando la manga de la camisa te queda hecha un bollo arriba del codo, escondida debajo de la manga del suéter que te pusieron encima. Yo tengo ese problema ahora. Eso también pasa a veces cuando te arremangan la ropa para lavarte las manos, y después, cuando te bajas las mangas, ya no quedan igual que antes, quedan abultadas, arrugadas, incómodas. Lo peor de todo es cuando se tiene la edad que tengo yo, porque todavía no se hablar bien. Entonces lo único que puedo hacer es llorar o hacer algún gesto, esperando que alguien entienda lo molesto que es andar con las mangas así.

Con mamá no tengo ese problema. Mamá siempre sabe qué es lo que me molesta con solo mirarme. Ella entiende mis problemas y con una sonrisa me ayuda para encontrar juntos la solución. Bueno, no siempre es con una sonrisa. A veces anda medio cansada u ocupada con otras cosas y me dice “ay hijo, vení que te ayudo” con poca paciencia. Pero igual se da cuenta de lo que me pasa  y me lo soluciona ahí nomás.

Yo desde ayer que ando con las mangas así, todo incómodo. Intenté acomodarlas yo solo, para no molestar a papá, que anda medio triste. Primero estiré una manga con la mano, pero no la pude bajar del todo. Entonces la estiré con los dientes. Horrible quedó, se salió de más y ahora se asoma por fuera de la manga del suéter. Está arrugada también. Y mojada encima. Me enojé tanto que me largué a llorar. Pero lloré despacito, para no preocupar a la abuela, que no sé qué le pasa. Ella siempre me hace jugar, me prepara la leche cuando viene para que tome con las galletitas que me trae. Pero ahora parece que no se acuerda de mí. Está sentada en un rinconcito, llorando. La gente se acerca y la saluda, le dice cosas y ella hace “si” con la cabeza, pero no dice nada. Mucha gente. A papá también lo hablan. Él les contesta con palabras, pero mirando para otro lado. Como si estuviera pensando en otra cosa.

Por eso no quiero molestarlos. Sus problemas deben ser más importantes que los míos.

Así que me quedé aquí, sentado, con la manga de un brazo hecha un bollo que me aprieta el codo, y la del otro brazo estirada por afuera del suéter. Me senté al lado de mamá, que está dormida desde ayer. Pero seguro que cuando se despierte me acomoda ella las mangas y se acabó el problema. 


©Mónica M. Kofler Escañuela

Este relato obtuvo Mención de Honor en el 14º Certamen Internacional de Poesía y Cuento, organizado por Ediciones Mis Escritos.