miércoles, 2 de noviembre de 2016

Clímax (sobre el placer de escribir)


La primera vez fue sin querer, sin pensar, sin haberlo buscado. Estaba abocada a alguna lectura que, de algún modo resultó especial. De repente mis sentidos se despertaron, con cada palabra que leía me iba haciendo consciente de mi cuerpo, como si hubieran arrojado sobre mí una lluvia de pequeñas plumas que cosquilleaban sobre cada milímetro de piel que alcanzaban a tocar. Me estremecí. Se estremecieron mis manos, el hueco que se forma por la leve curvatura de mi espalda, la yema de mis dedos, la intersección que forman los glúteos con el hundimiento del sillón sobre el que reposan, los párpados, la parte del paladar sobre la que descansa la lengua, lo cóncavo de la planta de los pies... y así hasta el infinito de lo finito de mi breve humanidad, que ahora parecía abarcarlo todo. 

El murmullo constante de la piel era tan persistente que me invitaba en forma inevitable al movimiento, y no pude menos que sucumbir a él. Mi mente no estaba menos activa, desbordaba ideas, palabras, como un panal dentro del cual se agolpan cientos de abejas. 

Entonces me dejé llevar... arrojé el libro a un costado, posé suavemente los dedos exaltados sobre el teclado y fui dejando que una palabra llevara a la otra, que en ese vaivén constante de pensamientos y emociones fuera drenando un texto capaz de plasmar el éxtasis de aquel momento. 

Con cada palabra escrita el nudo y la opresión de mi pecho se hacía más suave y podía respirar mejor. De vez en cuando se escapaba algún suspiro, y más de una vez el ritmo de la escritura hacía bailar los dedos mientras yo cerraba los ojos y mi cabeza se inclinaba hacia atrás, en una entrega absoluta. Hasta que no pude más, hasta que llegué a lo más alto de la montaña y justo ahí.... puse punto final. 

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